Impactos ambientales del socioambientalismo

Environmental impact of the social-environmentalism

DOI: https://doi.org/10.36955/RIULCB.2019v6n2.010
Esta obra está bajo licencia internacional Creative Commons Reconocimiento 4.0
Recibido: 05/02/2020 Revisado: 15/03/2020 Aceptado: 09/04/2020 Publicado: 18/06/2020

RESUMEN
El socioambientalismo puede ser descrito como una corriente conceptual híbrida entre, de una parte, el ambientalismo o ecologismo que se basa en la ecología y en la economía y, de otra, el humanismo, basado en las ciencias sociales, en especial sociología y antropología. Se autodenomina como “ambientalismo con conciencia social”. En la actualidad el socioambientalismo ha sustituido en gran medida al ambientalismo y a sus técnicas que, inclusive, en muchos casos pasaron a ser vistas como retrógradas, como en el caso de las áreas naturales protegidas. Pero, este híbrido, como todos, es infértil, es decir que no funciona bien ni para lo social ni para lo ambiental. En efecto, para el socioambientalismo el ambiente siempre importa menos que los beneficios sociales de corto plazo. Además, el socioambientalismo se parece cada día más al antropocentrismo radical que tampoco considera que lo natural sea transcendente. Ambos equivalen al antiguo mito de la naturaleza inagotable.
Palabras clave: ambiente, ambientalismo, socioambientalismo, conservación de la naturaleza, antropocentrismo, áreas protegidas, indígenas.

 

ABSTRACT
The social-environmentalism can be described as a hybrid conceptual current between the environmentalism –mostly based on ecology and economics– and, the humanism, rooted on social sciences, especially sociology and anthropology. The social-environmentalism calls itself "environmentalism with social awareness." At present, socio-environmentalism has largely replaced environmentalism and its techniques that, in many cases, even came to be seen as retrograde, as in the case of natural protected areas. But, this hybrid, as usual, is not fertile. It does not work well for society nor for the environment. In addition, socio-environmentalism is growingly very alike current radical anthropocentrism, which does not consider that the natural is transcendent. Both are equivalent to the ancient myth of the inexhaustible nature.
Key words: environment, environmentalism, social-environmentalism, nature conservancy, anthropocentrism, protected areas, indigenous people. 

 

INTRODUCCIÓN

En el trascurso de los últimos cien años la actitud hacía la naturaleza pasó del mito de la naturaleza inagotable al proteccionismo, luego al conservacionismo y al ambientalismo y, finalmente, al socioambientalismo y, con este, en gran medida se ha retornado al comienzo del circuito pues en la práctica es muy poca la diferencia entre el mito de la naturaleza inagotable y el socioambientalismo actual. Ambas actitudes apenas difieren en el énfasis social acentuado de esta nueva versión. En efecto, no hay diferencia entre asumir que los recursos y servicios naturales jamás se agotan y creer que la población y sus necesidades pueden aumentar sin afectar el patrimonio natural que soporta la vida humana.

La matanza o explotación masiva y despiadada, hasta los límites de la extinción de ballenas, tortugas, lobos marinos, palo rosa o ébano, entre otras centenas de especies valiosas de fauna y de flora, especialmente en océanos y continentes colonizados, marcó el siglo XIX y el comienzo del XX. Fue en respuesta a esa actitud que, a comienzos del siglo XX, especialmente después de la Primera Guerra Mundial, surgió el proteccionismo, que concentraba su interés en la naturaleza y que dio lugar a las primeras organizaciones no gubernamentales, en las que siempre se ostentaba el término “protección de la naturaleza”. La ética y la estética eran sus motores principales. En su nombre se dieron excesos “ecologistas” que fueron la respuesta radical al mito entonces dominante que consideraba ilimitados los recursos naturales. Ejemplos de estos habrían sido el establecimiento de algunos grandes parques y reservas en la África colonial, con desplazamiento forzado de sus habitantes y el interés desmedido en cuidar especies animales muy vistosas o emblemáticas.

Esa tendencia que duró hasta fines de la segunda guerra mundial fue gradualmente sustituida por conceptos de manejo de recursos naturales, aplicados en el contexto del llamado  “desarrollo racional” y también, más tarde, del “desarrollo integral”. Ya a partir de mediados del siglo pasado, el proteccionismo había sido ampliamente superado, evolucionando al “conservacionismo”, en realidad conservación de la naturaleza y sus recursos, que comenzó a aplicar la idea del “ecodesarrollo” (Sachs, 1981). El documento “Estrategia Mundial para la Conservación” (UICN, 1980) expresó claramente esa nueva visión. El conservacionismo incorporó variables sociales y económicas, pero mantuvo el foco y la prioridad en frenar el deterioro de la naturaleza y de sus servicios, considerando que evitarlo es el primer paso esencial para ayudar a la humanidad. En las dos últimas décadas del siglo XX el concepto de conservacionismo fue ampliado a toda la temática ambiental, inclusive la conocida como agenda marrón y pasó a ser más conocida como ambientalismo.

El socioambientalismo como tendencia estuvo obviamente latente. Pero apareció de forma expresa y con nombre propio en torno a la Comisión Brundtland que, en 1987, publicó el informe de las Naciones Unidas conocido como “Nuestro Futuro Común” que cambio el concepto de “ecodesarrollo” por el de “desarrollo sustentable o sostenible” (NNUU, 1987). Los miembros de la Comisión Brundtland eran, prácticamente todos, personalidades de la política o de las ciencias sociales que filtraron e interpretaron el basamento científico que fue puesto a su disposición. Es así como sintetizaron su pensamiento en lo que llamaron desarrollo sostenible o sustentable que da a entender que la población humana puede crecer y demandar cada vez más bienes y servicios de la naturaleza sin que ésta se resienta. Usaron todas las palabras adecuadas para satisfacer al público y, especialmente, a los políticos. Lo que proponían era, esencialmente, comer una torta sin que esta se acabe nunca, usando el término “desarrollo sostenible” como si fuera una palabra mágica (Dourojeanni, 2004). Como es evidente, esa teoría resultó ser una bella utopía que, hasta el presente, no tiene expresión concreta o práctica. Por ese motivo, por ejemplo, la intelectualidad francófona jamás aceptó el termino desarrollo sostenible, al que conocen por el mucho más lógico “desarrollo durable”.

A partir del informe Brundtland y en especial con la Conferencia de las NN.UU. sobre Ambiente y Desarrollo de 1992, la temática ambiental pasó a ser moldeada y también liderada por criterios más humanistas que científicos, minimizando gran parte de las evidencias y urgencias impuestas por la realidad natural. La exacerbación de esa visión permitió acuñar el redundante término “desarrollo humano sostenible” que fue bastante usado por las NN.UU. En la mayor parte de los países de América Latina la gestión del ambiente pasó a ser regida por personas vinculadas a temas sociales, en especial profesionales del derecho, que son los actores principalísimos de la legislación ambiental, autoproclamada socioambiental, que se aplica actualmente. Y la doctrina del socioambientalismo es el tal de desarrollo sostenible.

 

CARACTERÍSTICAS E IMPACTOS DEL SOCIOAMBIENTALISMO

En el socioambientalismo lo esencial es lo social

El principal reproche del socioambientalismo al ambientalismo es su supuesta falta de atención a las necesidades humanas de los que son afectados por las medidas adoptadas. Y, por eso, el socioambientalismo se describe como ambientalismo con conciencia, percepción o responsabilidad social. Según otros, parte del supuesto de que las políticas ambientales solo alcanzarían efectividad social y sostenibilidad política si las comunidades locales estuvieran involucradas y comprometidas con el tema ambiental, pero ese criterio ya era ampliamente utilizado por el llamado desarrollo racional, por el eco-desarrollismo y más aún por el conservacionismo. El socioambientalismo apunta no solo a un equilibrio ecológico, sino a una distribución justa de los beneficios derivados de la explotación de los recursos naturales entre la sociedad (Santilli, 2005). También se define como visión sociológica del pensamiento ambientalista contra el consumismo y la degradación ambiental. En resumen, el socioambientalismo, por definición, considera que la naturaleza debe servir de forma directa a las necesidades y aspiraciones humanas, sin percibir en su real dimensión que, para eso, debe ser cuidada y bien tratada. Y, del mismo modo, se preocupa más por los servicios ambientales que por la biodiversidad, a la que no da gran importancia. Y al momento de hacer alguna inversión en beneficio de la naturaleza considera primordial enfocarlas en ecosistemas o paisajes antrópicos, donde hay gente.

Es importante destacar que el bienestar humano fue la única finalidad del eco-desarrollismo, del conservacionismo y del ambientalismo antes de que se acuñara el término socioambientalismo. Nadie imaginaba que cuidar de la naturaleza y sus recursos pudiese ser considerado perjudicial a la sociedad ni que se pudiese realizarlo sin la participación de las comunidades locales. Pero, desde que apareció el socioambientalismo, quizá procura de una originalidad que lo justifique, este procuró se va a distanciar encontrando supuestas diferencias y creando otras muy reales. Debido a que el ambientalismo se fundamenta en lo obvio, es decir que todos los males que aquejan a la naturaleza, sin excepción alguna, son consecuencia de la acción humana, para alcanzar sus propósitos pasa primero por la protección de la naturaleza y de sus mecanismos. Por eso, el ambientalismo puede en algunos casos parecer o ser duro con el segmento de la población que ocasiona esos perjuicios. Eso facilitó el crecimiento del socioambientalismo que, en teoría evitaría eso.

Pero la visión social de los problemas ambientales no es suficiente para resolverlos. La mencionada falta de equilibrio entre criterios científicos y económicos de un lado y sociales, por el otro, con predominio significativo de éstos últimos, hacen eso muy improbable. El socioambientalismo procura aplicar la idea de que es posible alcanzar los objetivos ambientalistas, por ejemplo, preservar la biodiversidad o mantener los servicios ambientales, aplicando soluciones que no eliminan las causas del problema, pretendiendo que es posible armonizar los usos perjudiciales, cuyos impactos siempre tiende a minimizar o relativizar, con la preservación.

Las víctimas principales del activismo socioambiental son las áreas naturales protegidas, especialmente aquellas que pertenecen a categorías intangibles, o de uso indirecto, como los parques nacionales. No solamente ellas son difamadas como antisociales (Chapin, 2004) o instrumentos del imperialismo o del neocolonialismo o, calificándolas de innecesarias o de islas “sin futuro” cuya fauna y flora está condenada a la extinción. De facto, las áreas protegidas de preservación permanente han perdido prioridad en la mayoría de las administraciones que ahora favorecen abiertamente las categorías de uso directo, en las que reside gente que explota los recursos, o sea, áreas protegidas que protegen menos, y algunas de ellas poco o nada1. El socioambientalismo no solamente frena u obstaculiza la creación de nuevas áreas de uso indirecto, sino que distribuye el presupuesto en forma discriminatoriamente favorable a las de uso directo. Otra forma de dificultar el establecimiento de áreas protegidas es el requerimiento de consulta pública previa. En el Brasil, por ejemplo, esa exigencia no existe para deforestar miles de hectáreas para hacer ganadería o agricultura legal2. En ese contexto las áreas protegidas de uso indirecto siempre sufren graves tropiezos pues, inevitablemente, aparece alguna oposición de pobladores locales en la proximidad o reclamos oportunistas de derechos supuestos.

Ejemplos muy conocidos de la aplicación del socioambientalismo son los proyectos de “conservación basada en la comunidad”, que fueron muy populares en la década de 1990 y en la primera del siglo actual pero que, revistos y reevaluados han demostrado tener un éxito muy por debajo de las expectativas (Berkes, 2006). Como era de esperar, a medida que la población beneficiada crece, que se educa y que suben sus expectativas de desarrollo familiar o comunal, aumenta asimismo la presión sobre la parcela de recursos que se supone deben preservar y que dio lugar al proyecto (Nilsson et al., 2016). Las bien conocidas “reservas extractivistas” brasileñas se crearon para satisfacer las demandas de caucheros y castañeros, con la alegación de que los extractores protegen la naturaleza y que sus actividades extractivas no perjudicaban el ecosistema. Eso, dicho sea de paso, es una verdad a media, pues ellos cazan y pescan y la mera sangría y/o cosecha de frutos tiene impactos, pero la realidad ha demostrado fehacientemente que, en realidad, se trataba simplemente de una lucha por la tierra y que, apenas pudieron hacerlo legal o ilegalmente, los extractores –que además se multiplicaron– transformaron parte creciente de las reservas en explotaciones pecuarias y en extracción maderera (Kröger, 2019). Es decir que la importancia de esas reservas para proteger la biodiversidad se reduce día a día.

El socioambientalismo tiende a sacrificar los beneficios de largo plazo por los de corto o muy corto plazo que, obviamente, son más populares. Una pequeña población campesina o indígena puede vivir en un parque nacional sin ocasionar impactos significativos por un tiempo, pero eso se hace insustentable a medida que la población aumenta, que se incorpora a la sociedad dominante y que exige más y más. Llega inevitablemente el día en que el parque, sus ecosistemas, biodiversidad y sus servicios ambientales se reducen o desaparecen. En el Perú eso es lo que enfrentan algunos parques nacionales como el Huascarán en los Andes o el Manu y el Alto Purús en la Amazonía. En el Brasil fueron numerosos los intentos del socioambientalismo para abrir los parques nacionales para poblaciones que nunca residieron en ellas. Y, de cualquier modo, especialmente en Brasil, pero también en Perú, hay un claro favorecimiento de las categorías de áreas protegidas de uso directo o de “uso sostenible” que se expresa en su número y superficie y en los presupuestos que se les dedica. Como se sabe, el éxito de esas categorías es limitado y, de hecho, la naturaleza en ellos va cediendo espacio a las especulaciones económicas, como demostrado con las llamadas reservas extractivistas brasileñas.

El socioambientalismo es muy rápido en aplicar la “ley del embudo”. Si el infractor es un grupo indígena o campesino, o es trabajadores informal o ilegal, se acepta toda clase de excusas que, por lo común, resultan en que no sea castigado y que sus acciones sean toleradas (MPF-SP., 2018). Se viola el principio de que la ley es igual para todos y que desconocerla no es argumento para no cumplirla. El término “informalidad” es en general usado precisamente para apoyar a quien incumple la ley. La informalidad es un nombre políticamente correcto para la ilegalidad.

La naturaleza “natural” no existe y el ser humano la mejora

El socioambientalismo considera que no existe una naturaleza virgen, idea que ellos llaman “mito de la naturaleza intocada”. Este fue estampado por investigadores, entre ellos uno que otro biólogo (Gomez-Pompa y Kaus, 1992) pero en especial por arqueólogos y antropólogos que estudiaron civilizaciones en bosques tropicales (Denevan, 1970) y aprovechado por socioambientalistas radicales (Diegues, 1997). Las evidencias del impacto humanos sobre la naturaleza desde la más remota antigüedad no son discutidas, pero ellas no implican la desaparición de lo natural, que, además, en muchos lugares del planeta se ha recuperado.  Por ejemplo, los descubrimientos arqueológicos en la Amazonia, que prueban presencia humana y desarrollos culturales antiguos, confirman parcialmente ese supuesto (Dourojeanni, 2019). No obstante, inclusive si se aceptara plenamente esa teoría, ella no implicaría que no exista naturaleza muy poco alterada ni que ella –o lo que queda de ella– no contenga tesoros biológicos y que no merezca ser defendida. De hecho, la naturaleza muy poco intervenida aun cubre gran parte de América Latina. Es decir que nada justifica extrapolar ese tipo de especulación para afirmar que no es necesario proteger o cuidar muestras de esos ecosistemas.

El socioambientalismo cree firmemente que la presencia humana enriquece los ecosistemas naturales, aportando o multiplicando, por ejemplo, frutales y otras plantas útiles, inclusive exóticas o, por ejemplo, construyendo terrazas o andenes y grandes obras hidráulicas. Pero, “mejorar” la naturaleza depende del punto de vista. En efecto, fomentar plantas útiles es una mejoría para los humanos que usan esas plantas. Pero eso perjudica algunas especies y favorece otras y en su versión extrema cambia radicalmente la biota. O sea, es una alteración ecológicamente indeseable que reduce la diversidad biológica, perjudica la estabilidad del sistema y compromete los servicios ambientales (Dourojeanni, 2017). En realidad, las tales mejoras son un paso hacía la antropización del paisaje, es decir hacía la agricultura. El concepto de la complejidad de los ecosistemas naturales y de la necesidad de todos sus elementos no existe o no importa para el socioambientalismo. Además, considera que la naturaleza no es tan frágil como dice la ciencia y la prejuzga muy resiliente. Por ejemplo. para el socioambientalismo un bosque secundario o purma vale lo mismo en términos ecológicos que un bosque natural original, a pesar de las evidencias lo contrario (Escobar, 2009). La necesidad de bosques primarios para conservar la biodiversidad está ampliamente demostrada (Gibson et al., 2010).

La negación o relegamiento de hechos científicamente probados es rutinaria en el comportamiento socioambientalista, que no cree mucho en cadenas tróficas, endemismos, especies clave y que no entiende nada de dinámica poblacional ni de tantos otros términos que catalogan de cabalísticos y de pretextos científicos manipulados por ambientalistas. Y, como mencionado, una de las consecuencias más graves de ese hecho es la oposición del socioambientalismo a crear y hasta a mantener parques nacionales y otras áreas protegidas de uso indirecto. Pero, las decisiones fundamentadas en interpretaciones sociales de problemas ecológicos que solo pueden ser resueltos con base en ciencia y tecnología tiene impactos negativos en otras áreas. Ese fue el caso del manejo de la vicuña, que fue desarrollado en los años 1960 y 1970 y que fue sustituido en la década de 1980 por una suerte de lamentable ganadería extensiva, sin futuro, debido a sentimentalismos fuera de lugar. Y eso resultó en grave perjuicio para las poblaciones locales que hasta la actualidad tiran un beneficio pifio de un recurso valioso que podría haberlos sacado de la pobreza (Hofmann et al., 1983).

Los indígenas defienden la naturaleza más y mejor que los gobiernos

Son frecuentes las afirmaciones del socioambientalismo de que los indígenas son los únicos o los que más y mejor cuidan de la naturaleza. Inclusive hubo quien afirme que ellos gastan más que los gobiernos en esa tarea (Rogers, 2018). Es verdad que tanto a nivel de América Latina como a nivel mundial los pueblos originarios aún ocupan amplios espacios bastante bien conservados, mucho más gracias a su baja densidad de población y falta de medios, que, a su relación con el entorno, la que cambia con el desarrollo, la integración y, en especial, con la oportunidad.

El socioambientalismo cree firmemente que el conocimiento tradicional es inmenso, de gran utilidad y suficiente para garantizar la conservación de la biodiversidad. En realidad, no existe ninguna evidencia de que los indígenas amen y cuiden más la naturaleza que otros ciudadanos ni que sean, como pueblo, más sabios. Cuando no han destruido la naturaleza es porque no necesitaron hacerlo. No fue una opción. Cuando en la Amazonía se desarrollaron culturas importantes hicieron de la naturaleza lo mismo que cualquier otro pueblo civilizado que hace agricultura y genera excedentes. Es decir que deforestaron, quemaron y construyeron, por ejemplo, grandes obras de ingeniería hidráulica, alterando y simplificando radicalmente el ecosistema original.

En la medida en que los nativos amazónicos han logrado que sus tierras o parte de ellas les sean reconocidas, han pasado a defenderlas con bastante eficiencia y, no cabe disminuir su contribución a frenar la destrucción de esa región. En el Brasil los indígenas poseen un territorio que es casi del tamaño del Perú y a nivel de toda la Amazonia, ellos poseen un 28 % del territorio. La población en ese inmenso territorio es mínima, sumando menos de un millón habitantes en el Brasil de los que muchos viven en áreas urbanas y, quizá, 400,000 en el Perú. Es evidente, pues, que ellos no tienen un impacto significativo sobre la naturaleza en sus territorios. Pero, es igualmente cierto que eso puede cambiar lo que, de hecho, está ocurriendo rápidamente, siendo evidente la expansión de actividades agropecuarias, forestales y mineras en sus tierras, bien sea por decisión propia y/o por presiones externas. La expansión de esas actividades en tierras indígenas es desproporcionadamente mayor que en las áreas protegidas en la misma región (ISA, 2018). Por eso, la propuesta de expandir enormemente la superficie bajo control indígena como solución para la conservación de la naturaleza no sustituye establecer áreas protegidas como algunos ahora pretenden (Veit, 2016). Dicho de otro modo, no existe realmente una garantía de largo plazo que las tierras indígenas sigan cumpliendo su rol de defensa de la naturaleza al que tanto aduce el socioambientalismo. Al final, los indígenas son gente como todos los demás y con las mismas necesidades.

Es decir que los territorios indígenas no sustituyen a las áreas naturales pues no cumplen la misma función. Apenas las complementan. La idea de que los indígenas cuidan más o mejor del ambiente que los estados soberanos que establecen y mantienen áreas protegidas es, asimismo, simplemente falsa. Peor aún es creer que habiendo tierras indígenas las áreas protegidas son innecesarias. Sin embargo, el socioambientalismo siempre ha dado absoluta prioridad a los reclamos indígenas sobre las áreas protegidas, aduciendo que, alguna vez en el pasado, ellas fueron tierra indígena. Y la inmensa mayoría de esos reclamos son enteramente fabricados y estimulados por antropólogos y otros defensores voluntarios de los indígenas y luego conducidos con apoyo legal de organizaciones no gubernamentales sociales. Así, algunas áreas protegidas han sido reducidas a su mínima expresión (Pádua, 2005) o han sido sometidas a “doble afectación”, es decir sobreponiendo reconocimiento de tierras indígenas a áreas protegidas preexistentes (Salada Verde, 2010) y creando un simulacro de gestión compartida, lo que en la práctica significa el fin de la función protectora del lugar.

La participación indígena en la tarea de conservar algo de la naturaleza es muy importante y debe ser cultivada y expandida. Pero no puede fundamentarse sobre conceptos errados ni antagonizándola a otras opciones de conservación.

El socioambientalismo está muy influenciado por la política de izquierda

Como anticipado, una de las letanías del socioambientalismo es que lo que se hace en el campo ambiental, especialmente las áreas naturales protegidas, es elitista, influenciado directamente por el imperialismo cultural americano o, inclusive, que es puro colonialismo y que esas áreas siempre se instalan contra los intereses de la población local que es expectorada brutalmente del lugar (Dowie, 2005), lo que en el caso de América Latina es esencialmente falso3. Además. el socioambientalismo olvida convenientemente que muchas grandes culturas de la humanidad las establecieron siglos y hasta milenios antes y que las mismas culturas indígenas amazónicas, que ellos tanto veneran, también las tuvieron bajo el criterio de bosques sagrados o tabúes (Miller, 1980).

No es coincidencia que Francisco “Chico” Mendes, que era un líder sindical rural, sea el héroe máximo del socioambientalismo brasileño (Andrade de Paulo, 2013) y suramericano. Su lucha, ciertamente justa, fue por conquistar el derecho de los extractores a la explotación del caucho sin la participación de “patrones”. En el proceso, fue instruido por terceros a usar la táctica de autoproclamarse ambientalista, basándose en que ellos extraen ese producto “sin perjudicar” la floresta, apenas sangrando los árboles. O sea, usó el argumento del desarrollo sostenible. Y funcionó bien. Pero es evidente que Chico Mendes no era ambientalista. Las reservas extractivistas, producto de esa lucha, han sido reiteradamente calificadas como una reforma agraria disimulada (Petrina, 1993). Tampoco era ambientalista otra grande mártir socioambiental del Brasil, la hermana norteamericana Dorothy Stang, que no defendía el bosque sino a los agricultores sin tierra que, precisamente, invadían o reclamaban el bosque (Dourojeanni, 2007). Marina Silva, compañera de lucha de Chico Mendes, fue senadora y ministra de ambiente por el Partido de los Trabajadores, también es un icono del socioambientalismo. No obstante, en el Brasil existen otros grandes defensores del ambiente, con obras concretas tan grandes cuanto importantes, como Paulo Nogueira Neto, que es el principal gestor de la legislación y administración ambiental del Brasil, que no son reconocidos. Pero él, como tantos otros y otras, no era izquierdista.

Para el socioambientalismo los usos “capitalistas” o “neoliberales” de los recursos naturales son siempre negativos mientras que los mismos usos, resultantes en deforestación, erosión de suelos, quemas e incendios forestales, perdida de diversidad biológica u cualquier otro impacto, son tolerables y hasta deseables, si son practicados por los pueblos originales, los campesinos tradicionales o diferentes niveles de pobres rurales, apoyados por alguna iglesia o por partidos políticos de izquierda. Es así como en el Perú y cada vez más también en el Brasil, donde la mayor parte de la deforestación es ocasionada por migrantes rurales pobres, todas las baterías socioambientales están enfocadas en la palma aceitera y en otros cultivos de mayor escala e intensidad, aunque su impacto en el caso peruano sea todavía muy limitado. En el Brasil se llegó al extremo inaudito de declarar el cultivo de roza y quema como patrimonio cultural nacional si es practicado por quilombolas, es decir, por comunidades rurales afroamericanas (Pádua, 2018). Del mismo modo el socioambientalismo es enemigo declarado de la caza con fines deportivos o comerciales, a las que consideran actividades depredadoras y crueles, pero sostiene que la caza por parte de las poblaciones tradicionales es una bendición para la presa. También cree que estas poblaciones nunca cazan hasta agotar las presas y que solo lo hacen para su propio consumo. No quieren saber que está bien demostrado que los indígenas, como cualquier otro grupo humano, pueden cazar en exceso. En resumen, asumir que la destrucción del ecosistema y de la biota es “diferente” en función de quién la realiza es una característica muy propia del socioambientalismo.

Parte del socioambientalismo usa y abusa de tácticas de la izquierda, fabricando una imagen distorsionada de los ambientalistas, a los que siempre describe como conservadores o derechistas, blancos y/o ricos, defensores de animales espectaculares como jaguares o pandas, sin ninguna preocupación o consideración social4. Cuando se dan consultas públicas sobre temas ambientales la participación popular es siempre cuidadosamente arreglada y, si pierden en el debate, denuncian el resultado usando cualquier pretexto, por estrambótico que sea5. Son rápidos en apelar a mecanismos judiciales para contestar resultados desfavorables de las tales consultas públicas que, dicho sea de paso, también son fruto del socioambientalismo.

Es interesante anotar que el socioambientalismo, aunque los que lo practican prefieren ignorarlo, comenzó a definirse precisamente en EE. UU., inclusive en el mismo seno del World Wildlife Fund5 y, también, en la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN)7. No es ideología comunista ni socialista, pero los que lo adoptan, así como sus acciones, se insertan en general en esa parte de la humanidad que, aunque sea burguesa, tiene respuestas o actitudes políticas que pueden considerarse de izquierda. Sin embargo, muchas veces, al hacerlo, defienden asuntos que interesan a los más ricos. Por ejemplo, gran parte de los socioambientalistas son ardientes defensores de los derechos animales y de los animales de estimación (Dourojeanni, 2015) o son vegetarianos y hasta veganos, comportamientos que son típicamente de gente adinerada. Los izquierdistas siempre reclaman el monopolio de las virtudes. Aunque no hay nada equivocado o malo con eso, ellos se alinean casi automáticamente con los intereses de corto plazo de indígenas, afroamericanos y comunidades rurales. En el caso brasileño, gran parte del socioambientalismo actuante en el sector público y en organizaciones no gubernamentales está estrechamente asociado al Partido de los Trabajadores, al Partido Comunista y a otros partidos manifiestamente izquierdistas.

Pero el socioambientalismo no es exclusividad de la izquierda

Como sugerido en el párrafo anterior, el socioambientalismo no es una concepción ni acción exclusiva del izquierdismo. Del mismo modo que no todo izquierdista practica socioambientalismo, la derecha y sus instituciones, pueden tener manifestaciones que se alinean con esa tendencia. Muchos de los que creen en la propaganda sobre las virtudes ambientalistas de los indígenas amazónicos, especialmente en Europa, incluyendo sus máximas autoridades políticas, practican o se funden perfectamente con el socioambientalismo radical (Dominguez, 2019). A ello contribuye la ignorancia de la realidad, como ocurrió con el asunto de los “incendios amazónicos” (Nepstad, 2019).

Tampoco existe una línea definida entre ambientalismo y socioambientalismo. No es fácil definir personas que tienen una posición u otra ya que ante problemas específicos la actitud puede variar drásticamente, pasando de respuestas socioambientales a ambientales y viceversa. Y, aunque una mayoría de profesionales de las áreas sociales dedicados a temas ambientales suele, obviamente, alinearse con el socioambientalismo eso está lejos de ser una regla. Lo contrario también es verdad y no son pocos los profesionales de las ciencias naturales practican socioambientalismo. Es evidente que la comprensión del problema ambiental per se es limitada en los profesionales de las ciencias sociales pues, de hecho, eso no les corresponde ni es responsabilidad de ellos. Lamentablemente eso ocurre cada vez con más frecuencia. En efecto, pocas horas de clase sobre problemas ambientales transforma abogados y sociólogos en “expertos” en temas ambientales y, los induce a errores al momento de tomar decisiones. Igualmente, es obvio que los problemas sociales derivados de aplicar medidas ambientales requieren de la intervención de especialistas del área social y del derecho. Pero ninguno de los tipos de expertos debería entrometerse en el campo del otro y, menos aún, tomar decisiones que no corresponden a su ramo. En América Latina muchas de las respuestas que requieren los problemas ambientales son relativizadas y hasta inviabilizadas para aliviar sus impactos sociales locales, no permitiendo alcanzar el objetivo y perjudicando a la mayoría.

Una tendencia del socioambientalismo que es independiente de la posición política es ser ambientalmente “más papistas que el papa” aplicando medidas draconianas que son impracticables o, peor, innecesarias. Eso es, en general, fruto de la falta de conocimientos y del propósito de “satisfacer a las tribunas”. El desconocimiento de la realidad hace que especialmente el ministerio público sea, en muchos casos, absurdamente inflexible. El autor ha vivido casos en que pequeños trechos de duplicaciones urgentísimas de carreteras sean impedidas durante años por la presencia de un solo nido de guacamayos en el eje vial o, porque los promotores de justicia no conseguían entender la diferencia entre un bosque natural y una plantación mixta de exóticas. En otra ocasión fue reiteradamente impedida la construcción de un pequeño puente porque la obra ocasionaba sedimentos que molestaban a algún vecino río abajo. En esa misma línea se incluyen también las prohibiciones de derrumbar árboles urbanos peligrosos (Dourojeanni, 2012) o de practicar toda forma de caza deportiva o comercial y hasta sanitaria (Pedrosa y Wallau, 2019), los excesos reglamentarios como los aplicados contra la biopiratería o para la investigación científica (Homma, 2008) y, entre tantas más, las exigencias innecesarias de estudios de impacto ambiental, por ejemplo, para explotaciones forestales sometidas a planos de manejo. Son numerosas las obras estrictamente urbanas paralizadas por sus supuestos impactos ambientales sobre la flora y la fauna en lugares donde ya no existe absolutamente nada para preservar (Dourojeanni, 2017).

En la misma línea se insertan otras ideas fijas del socioambientalismo como que eucaliptos, pinos, palma aceitera o cualquier monocultivo son perjudiciales o, también incluir los problemas de crueldad con los animales o el trato de animales domésticos como si fueran asuntos de conservación de la fauna. Actualmente se presta mucha más atención al maltrato de animales domésticos que a la extinción de especies silvestres. El caso de la aversión al eucalipto, especialmente en el Brasil, se debe a que es una especie exótica cultivada por grandes empresas, justificando por eso la invasión y destrucción de plantaciones y experimentos por el Movimiento de los sin Tierra, olvidando que el mismo daño hace una plantación de caña de azúcar, café, banana o soya, entre otras especies, que, además, también son exóticas. Y, en el Brasil como en el Perú, se argumenta injustificadamente que el eucalipto esteriliza los suelos y reduce la biodiversidad, lo que sucede solamente si se le planta donde no es adecuado. La lista de equívocos de ese tipo incluye asimismo la creencia de que el consumo de alimentos genéticamente modificados perjudica la salud o, que el planeta se beneficiaría eliminando toda forma de ganadería. Pero, ese listado es interminable y es sólo equiparado por la cantidad asimismo enorme de medidas ambientales realmente indispensables que nunca o raramente son asumidas por el socioambientalismo.

El socioambientalismo en el poder

Es obvio que cuando el gobierno es conquistado por partidos políticos de izquierda la ideología socioambiental domina la gestión pública y la selección de los nuevos funcionarios de cualquier nivel. Así fue, en el Brasil, durante los largos años en que el Partido de los Trabajadores estuvo en el poder. Sin embargo, la administración ambiental ya estaba en manos del socioambientalismo antes de que ese partido político liderara y, en la actualidad, en que la derecha extrema ha sustituido a la izquierda, ese dominio continúa incólume. Eso se debe en buena parte a la presencia ya consolidada del pensamiento socioambiental en la burocracia de las últimas décadas, pero, muy particularmente, es consecuencia de su penetración en las ciencias sociales y en la academia, que alimenta las filas de la administración pública.

En la actualidad gran parte de los funcionarios profesionales del sector ambiental, en el Brasil o en el Perú, no son del área ambiental. Son profesionales de las ciencias sociales, especialmente abogados. Y estos ocupan, en general, los cargos más altos de la burocracia. En el Perú los abogados han dominado el ministerio del ambiente, así como el servicio de áreas protegidas por más de una década y son abrumadoramente numerosos en el sector agrario, en el cual inclusive han dirigido el servicio forestal. Ellos dominan las dos o tres organizaciones no gubernamentales ambientales actualmente más importantes del país que, por cierto, extrapolan sus actuaciones a todos y cualquier tema ambiental, en especial al forestal. En el Brasil el actual ministro del ambiente del gobierno más derechista de la historia de ese país también es abogado y las organizaciones no gubernamentales socioambientales son dominantes. Y lo mismo ocurre en mayor o menor proporción en las administraciones ambientales de los estados. En ese país existen cuerpos del Estado que son fundamentales para la cuestión ambiental, como el Ministerio Público, que están incondicionalmente vendidos al criterio de que las áreas naturales protegidas de preservación permanente perjudican a los pueblos tradicionales. Ellos desconocen los principios más elementales de la ecología y son reacios a cualquier argumento científico, bien sea por no comprenderlo o simplemente por principio. Este cuerpo de funcionarios no se siente responsable por los intereses de la mayoría, sino que exclusivamente defiende burdamente los derechos reales o supuestos de las minorías, sin buscar alternativas que eviten injusticas pero que conserven la naturaleza.

Los abogados son los más numerosos entre los profesionales de América Latina. Superan por varios múltiplos el conjunto de profesionales que trabajan en recursos naturales y ciencias ambientales. Los egresados del derecho no siempre consiguen trabajo en las funciones que socialmente les corresponden y por eso desbordan sobre diversas otras áreas. La problemática ambiental los ha atraído mucho y por eso son crecientemente abundantes los profesionales del derecho que, como dicho, mediando algunos superficiales cursos complementarios, asumen la opción de “abogado ambiental” o similares y pasan a competir directamente con los profesionales del ramo, a los que desplazan fácilmente. Los abogados dominan la política y, por eso, ellos tienen enorme peso en la preparación de la legislación, siendo la complejidad de ésta una marca de su influencia que, exige a su turno, más abogados para aplicarla, aunque, en realidad, frecuentemente aplicarla o no sea irrelevante para la realidad ambiental Dourojeanni, 2019).

La ciencia socioambiental

La influencia socioambiental se ha expandido a la misma ciencia, siendo notoria la aparición de una suerte de “ciencia socioambiental”, cuyo objetivo es buscar justificaciones que alimentan el socioambientalismo, denigrando técnica y prácticas ambientalistas. Para eso, sustituye el método científico por técnicas de investigación social, usando y abusando de encuestas, cuestionarios y entrevistas, inclusive “semiestructuradas”, cuyos resultados prácticamente siempre “demuestran” el supuesto. Eso comenzó a mediados de la década de 1980 cuando sociólogos sin escrúpulos, aplicando una encuesta tendenciosa, acuñaron el término “parques de papel” del que se abusa hasta el presente (Machlis y Tichnell, 1992). Ellos simplemente preguntaron “qué problemas aquejan al parque” y, claro, no existe ni existirá parque, ni propiedad rural en el mundo, que no los tenga. Otros, publicaron un artículo condenando la “acumulación verde” perpetrada para establecer áreas naturales protegidas y achacándole ser una nueva modalidad de robo de la tierra, llamándola de réplica neoliberal del colonialismo (Fairhead et al., 2012). En la misma línea, han sido frecuentes las generalizaciones hechas a partir de experiencia locales africanas sobre los “refugiados de la conservación” y sobre la reacción del ambientalismo a las matanzas de animales por nativos inclusive dentro de áreas protegidas africanas, todas claramente favorables a la liberación de la ocupación de las áreas y a la libertada de exterminio de la fauna (Dowie, 2005). Otro ejemplo de esa “nueva ciencia” ha sido la acusación recientemente hecha al Perú de ser uno de los países que más PADDD realizó en América del Sur, usando interpretaciones legales completamente irreales.

Aún más tendenciosos, pues ni disimulan sus textos y conclusiones con un barniz científico, son los informes que emiten algunos órganos de las NNUU, como la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (ACNUDH), en especial los de la Relatoría Especial sobre los derechos de los pueblos indígena, estos últimos frecuentemente asociados a la organización Survival International. En ellos se lee una letanía de críticas rayanas en la difamación sobre las acciones de conservación de la naturaleza, en especial a las áreas protegidas. Es como si ese ramo de las NNUU, que en general lidera la lucha por un ambiente mejor, hubiese declarado la guerra al ambiente.

A priori parece no haber relación entre una organización establecida para defender los derechos de los trabajadores y, por el otro lado, la conservación del patrimonio natural de las naciones. Pero la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que pertenece a las NNUU, penetró de lleno en el tema ambiental cuando elaboró el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, que ha sido ratificado por 14 países de América Latina y el Caribe. Este convenio, que protege irrestrictamente los derechos reales o supuestos de tales pueblos, se ha sumado a la batería de argumentos que el socioambientalismo usa para permitir el uso de los recursos naturales en tierras de áreas protegidas. La aplicación de ese dispositivo justifica la eliminación, reducción de tamaño o cambio de categoría de las áreas protegidas, especialmente aquellas que son de preservación permanente, en el caso que exista o que se invente una disputa por esos espacios entre el Estado y los pueblos indígenas y tradicionales, que además están descritos de modo muy laxo (Dourojeanni, 2015). Los argumentos son variados, pero básicamente son de dos tipos. La más utilizada y exhaustiva es que estas áreas protegidas son parte de los territorios que ancestralmente pertenecen a los pueblos incluidos en la Convención, incluso si no la ocuparon cuando el área estaba reservada, y la segunda es que dichos pueblos no fueron debidamente consultados.

Pero ser ambientalista no implica ser de derecha ni de izquierda. El ambientalismo serio no debería actúa en función de su posición política. Su lucha es por el ambiente. El dilema es otro, como dicho, el ambientalismo considera que para ayudar a la humanidad debe resolver los problemas ambientales que ocasionan los males que la aquejan y que eso, en general, es urgente y prioritario. El socioambientalismo no niega la necesidad de resolver los problemas ambientales, pero antepone a ellos la atención a las necesidades humanas locales y asume que ambos temas pueden ser siempre atendidos simultáneamente, especialmente aplicando el tal de desarrollo sostenible. Es evidentemente ideal lograr una solución en que tanto el ambiente como la sociedad local salgan ganando, es decir la famosa win win situation, pero eso es raramente posible. En el corto plazo pueden ganar los directamente beneficiados pero la sociedad, en su mayoría pierde. En el caso de las áreas protegidas el dilema es que existan y que cumplan su función o, en cambio, resignarse a perder los paisajes y parte de la diversidad biológica. No hay medio término.

Se cierra el circuito

Lo que es fascinante en el socioambientalismo actual es su extraordinaria coincidencia con el antropocentrismo preconizado por los sectores más reaccionarios de la sociedad moderna. La idea de que no existe naturaleza virgen y que esta es muy resiliente justificando no cuidarla especialmente, que es clave del socioambientalismo, también es el caballo de batalla del antropocentrismo y del tecno-optimismo, del que Peter Kareiva, que fue el científico jefe de The Nature Conservancy, es abanderado Kareiva et al., 2012). Este, además, no cree que la extinción de especies sea un riesgo para la humanidad. Su institución ha sido por décadas la entidad campeona en cuanto a establecimiento de áreas protegidas, a las que él, como los socioambientalistas, también califica como “islas sin futuro” (Dourojeanni, ¿?). Otro científico, Steward Brand (Brand, 2015), tampoco ve problemas con la extinción y celebra las amenazas de extinción global porque según él eso estimula la evolución. Estos argumentos se reúnen con inúmeras propuestas de empresarios y filósofos de la ultraderecha que llevan décadas insistiendo en que crear áreas protegidas, peor las que son extensas, es simplemente congelar el desarrollo (Hampton, 1981). Es, en gran medida, la filosofía que ahora aplican mandatarios como Donald Trump en EE. UU. y Jair Bolsonaro en el Brasil. Y los partidarios de Bolsonaro no demoraron en hacer eco al socioambientalismo cuando se trata de decir que las áreas protegidas no deben tener prioridad (Miranda, 2019).

Al igual que el socioambientalismo, los impulsores del Antropoceno creen que la expansión de las oportunidades económicas es la única forma de sacar de la pobreza los pueblos olvidados o relegados. Por eso se oponen a las áreas protegidas de uso indirecto y por eso concentran sus esfuerzos en promover el desarrollo económico en áreas antropizadas. Muchas veces usan exactamente la misma dialéctica que el socioambientalismo para atacar las áreas protegidas, como ha sido (Fenker, 2013) y sigue siendo el caso en el Brasil. Esta es una feliz coincidencia para la industria global y los desarrollistas, porque ahora tienen voces progresistas liberales que lideran el camino por una mayor domesticación de la naturaleza. Y estas propuestas, tal como las del socioambientalismo, parecen descartar cualquier necesidad de limitar el crecimiento de la población humana, a los que los desarrollistas suman el consumo y mayor manipulación de la naturaleza, es decir crecer y producir más para ganar más (Wuerthner, 2015). Parece ser lo opuesto a la idea del desarrollo sostenible, pero dado el carácter utópico de este concepto, que no prevé limitar el crecimiento de la población, es en realidad exactamente igual.

Como visto, la mayor diferencia entre el socioambientalismo y el ambientalismo es, precisamente, su énfasis social exacerbado, es decir su antropocentrismo. Para ellos la naturaleza debe servir al hombre y este tiene los medios para no necesitar de esta. Como los antropocentristas, los socioambientalistas creen que la naturaleza debe ser transformada en un jardín domesticado al servicio del hombre. Y para eso cuentan con la ciencia y la tecnología de punta. Lo que ocurre es que esa idea no pasa de eso. A lo largo de la historia y hasta el presente viene ocurriendo lo contrario, es decir que todo maltrato a la naturaleza se transforma en más y nuevos problemas para la humanidad y que existe un equilibrio que debe ser cuidado. De hecho, la mayoría de los científicos creen que se está en el preámbulo de una secta extinción en masa, con gravísimas consecuencias para la sobrevivencia.

Y si el socioambientalismo parece ser apenas antropocentrismo, quizá con matices socialistas, ambos se parecen extraordinariamente al “mito de la naturaleza inagotable” de más de un siglo atrás. Así se cierra el circuito pasando de un extremo al otro sin haberse detenido en el justo medio, en el punto de equilibrio. Y, como siempre, los extremos se parecen muchísimo.

Notas:

(1)  Muchas de esas categorías, especialmente en el Brasil, no se diferencian legalmente de cualquier otro lugar en el que se cumple la legislación ambiental. Tal es el caso de las “áreas de protección ambiental” y, asimismo, de las llamadas reservas de biosfera. Pero, en ellas, la legislación ambiental tampoco es cumplida.

(2)  Sin mencionar la deforestación ilegal por “grilheiros”, que son los ejecutores del robo masivo de tierras públicas y deforestación de las mismas  para beneficio de agricultores adinerados en procura de expandir sus poses, que nunca fueron realmente combatidos.

(3)  Claro es que existen muchas historias “documentadas” de forma parcializada. Pero, analizadas con cuidado, salvo contadísimas excepciones, son apenas una opinión que no condice con la realidad. En el tema de las superposiciones debe recordarse que muchas áreas protegidas fueron establecidas cuando o existía la información actualmente disponible. Además, los pueblos indígenas se mueven.

(4)  Por ejemplo, para promover un “nuevo” enfoque estratégico para la conservación de la biodiversidad en América Latina, la Unión Europea (https://ec.europa.eu/europeaid/sites/devco/files/brochure-jaguars-summary-20191014_es.pdf) lanza el programa “Más allá de los Jaguares”, como si cuidar de bichos bonitos fuera el enfoque actual de la conservación en la región.

(5)  Es evidente que puede alegarse que la derecha también usa algunas de esas tácticas.

(6)  Michael Wright, uno de los directores del WWF-US en las décadas de 1980 y 1990 fue uno de los precursores del socioambientalismo americano y mundial.

(7)  Jeff McNeely, secretario de la WCPA y luego, durante décadas Director Científico de la UICN, fue un activo promotor del socioambientalismo como lo atestiguan inúmeras publicaciones.

 

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