RESUMEN
El socioambientalismo puede ser descrito como
una corriente conceptual híbrida entre, de una parte, el ambientalismo o
ecologismo que se basa en la ecología y en la economía y, de otra, el
humanismo, basado en las ciencias sociales, en especial sociología y
antropología. Se autodenomina como “ambientalismo con conciencia social”. En la
actualidad el socioambientalismo ha sustituido en gran medida al ambientalismo
y a sus técnicas que, inclusive, en muchos casos pasaron a ser vistas como
retrógradas, como en el caso de las áreas naturales protegidas. Pero, este
híbrido, como todos, es infértil, es decir que no funciona bien ni para lo
social ni para lo ambiental. En efecto, para el socioambientalismo el ambiente
siempre importa menos que los beneficios sociales de corto plazo. Además, el
socioambientalismo se parece cada día más al antropocentrismo radical que
tampoco considera que lo natural sea transcendente. Ambos equivalen al antiguo mito
de la naturaleza inagotable.
Palabras clave: ambiente, ambientalismo, socioambientalismo,
conservación de la naturaleza, antropocentrismo, áreas protegidas, indígenas.
ABSTRACT
The
social-environmentalism can be described as a hybrid conceptual current between
the environmentalism –mostly based on ecology and economics– and, the humanism,
rooted on social sciences, especially sociology and anthropology. The
social-environmentalism calls itself "environmentalism with social
awareness." At present, socio-environmentalism has largely replaced
environmentalism and its techniques that, in many cases, even came to be seen
as retrograde, as in the case of natural protected areas. But, this hybrid, as
usual, is not fertile. It does not work well for society nor for the
environment. In addition, socio-environmentalism is growingly very alike
current radical anthropocentrism, which does not consider that the natural is
transcendent. Both are equivalent to the ancient myth of the inexhaustible
nature.
Key words: environment,
environmentalism, social-environmentalism, nature conservancy,
anthropocentrism, protected areas, indigenous people.
INTRODUCCIÓN
En el trascurso de los últimos cien años la
actitud hacía la naturaleza pasó del mito de la naturaleza inagotable al
proteccionismo, luego al conservacionismo y al ambientalismo y, finalmente, al
socioambientalismo y, con este, en gran medida se ha retornado al comienzo del
circuito pues en la práctica es muy poca la diferencia entre el mito de la
naturaleza inagotable y el socioambientalismo actual. Ambas actitudes apenas difieren
en el énfasis social acentuado de esta nueva versión. En efecto, no hay
diferencia entre asumir que los recursos y servicios naturales jamás se agotan
y creer que la población y sus necesidades pueden aumentar sin afectar el
patrimonio natural que soporta la vida humana.
La matanza o explotación masiva y despiadada,
hasta los límites de la extinción de ballenas, tortugas, lobos marinos, palo
rosa o ébano, entre otras centenas de especies valiosas de fauna y de flora, especialmente
en océanos y continentes colonizados, marcó el siglo XIX y el comienzo del XX.
Fue en respuesta a esa actitud que, a comienzos del siglo XX, especialmente
después de la Primera Guerra Mundial, surgió el proteccionismo, que concentraba
su interés en la naturaleza y que dio lugar a las primeras organizaciones no
gubernamentales, en las que siempre se ostentaba el término “protección de la
naturaleza”. La ética y la estética eran sus motores principales. En su nombre
se dieron excesos “ecologistas” que fueron la respuesta radical al mito entonces
dominante que consideraba ilimitados los recursos naturales. Ejemplos de estos
habrían sido el establecimiento de algunos grandes parques y reservas en la
África colonial, con desplazamiento forzado de sus habitantes y el interés desmedido
en cuidar especies animales muy vistosas o emblemáticas.
Esa tendencia que duró hasta fines de la
segunda guerra mundial fue gradualmente sustituida por conceptos de manejo de
recursos naturales, aplicados en el contexto del llamado “desarrollo racional” y también, más tarde,
del “desarrollo integral”. Ya a partir de mediados del siglo pasado, el
proteccionismo había sido ampliamente superado, evolucionando al
“conservacionismo”, en realidad conservación de la naturaleza y sus recursos,
que comenzó a aplicar la idea del “ecodesarrollo” (Sachs, 1981). El documento “Estrategia Mundial
para la Conservación” (UICN, 1980)
expresó claramente esa nueva visión. El conservacionismo incorporó variables
sociales y económicas, pero mantuvo el foco y la prioridad en frenar el
deterioro de la naturaleza y de sus servicios, considerando que evitarlo es el
primer paso esencial para ayudar a la humanidad. En las dos últimas décadas del
siglo XX el concepto de conservacionismo fue ampliado a toda la temática ambiental,
inclusive la conocida como agenda marrón y pasó a ser más conocida como
ambientalismo.
El socioambientalismo como tendencia estuvo obviamente
latente. Pero apareció de forma expresa y con nombre propio en torno a la
Comisión Brundtland que, en 1987, publicó el informe de las Naciones Unidas
conocido como “Nuestro Futuro Común” que cambio el concepto de “ecodesarrollo”
por el de “desarrollo sustentable o sostenible” (NNUU, 1987). Los miembros de
la Comisión Brundtland eran, prácticamente todos, personalidades de la política
o de las ciencias sociales que filtraron e interpretaron el basamento
científico que fue puesto a su disposición. Es así como sintetizaron su
pensamiento en lo que llamaron desarrollo sostenible o sustentable que da a entender
que la población humana puede crecer y demandar cada vez más bienes y servicios
de la naturaleza sin que ésta se resienta. Usaron todas las palabras adecuadas
para satisfacer al público y, especialmente, a los políticos. Lo que proponían
era, esencialmente, comer una torta sin que esta se acabe nunca, usando el
término “desarrollo sostenible” como si fuera una palabra mágica (Dourojeanni, 2004). Como es evidente, esa
teoría resultó ser una bella utopía que, hasta el presente, no tiene expresión
concreta o práctica. Por ese motivo, por ejemplo, la intelectualidad francófona
jamás aceptó el termino desarrollo sostenible, al que conocen por el mucho más
lógico “desarrollo durable”.
A partir del informe Brundtland y en especial
con la Conferencia de las NN.UU. sobre Ambiente y Desarrollo de 1992, la
temática ambiental pasó a ser moldeada y también liderada por criterios más humanistas
que científicos, minimizando gran parte de las evidencias y urgencias impuestas
por la realidad natural. La exacerbación de esa visión permitió acuñar el
redundante término “desarrollo humano sostenible” que fue bastante usado por
las NN.UU. En la mayor parte de los países de América Latina la gestión del
ambiente pasó a ser regida por personas vinculadas a temas sociales, en
especial profesionales del derecho, que son los actores principalísimos de la
legislación ambiental, autoproclamada socioambiental, que se aplica
actualmente. Y la doctrina del socioambientalismo es el tal de desarrollo
sostenible.
CARACTERÍSTICAS E IMPACTOS DEL
SOCIOAMBIENTALISMO
En
el socioambientalismo lo esencial es lo social
El principal reproche del socioambientalismo
al ambientalismo es su supuesta falta de atención a las necesidades humanas de
los que son afectados por las medidas adoptadas. Y, por eso, el
socioambientalismo se describe como ambientalismo con conciencia, percepción o responsabilidad
social. Según otros, parte del supuesto de que las políticas ambientales solo
alcanzarían efectividad social y sostenibilidad política si las comunidades
locales estuvieran involucradas y comprometidas con el tema ambiental, pero ese
criterio ya era ampliamente utilizado por el llamado desarrollo racional, por
el eco-desarrollismo y más aún por el conservacionismo. El socioambientalismo
apunta no solo a un equilibrio ecológico, sino a una distribución justa de los
beneficios derivados de la explotación de los recursos naturales entre la
sociedad (Santilli, 2005). También se define
como visión sociológica del pensamiento ambientalista contra el consumismo y la
degradación ambiental. En resumen, el socioambientalismo, por definición,
considera que la naturaleza debe servir de forma directa a las necesidades y
aspiraciones humanas, sin percibir en su real dimensión que, para eso, debe ser
cuidada y bien tratada. Y, del mismo modo, se preocupa más por los servicios
ambientales que por la biodiversidad, a la que no da gran importancia. Y al
momento de hacer alguna inversión en beneficio de la naturaleza considera
primordial enfocarlas en ecosistemas o paisajes antrópicos, donde hay gente.
Es importante destacar que el bienestar humano
fue la única finalidad del eco-desarrollismo, del conservacionismo y del
ambientalismo antes de que se acuñara el término socioambientalismo. Nadie
imaginaba que cuidar de la naturaleza y sus recursos pudiese ser considerado
perjudicial a la sociedad ni que se pudiese realizarlo sin la participación de
las comunidades locales. Pero, desde que apareció el socioambientalismo, quizá
procura de una originalidad que lo justifique, este procuró se va a distanciar
encontrando supuestas diferencias y creando otras muy reales. Debido a que el
ambientalismo se fundamenta en lo obvio, es decir que todos los males que
aquejan a la naturaleza, sin excepción alguna, son consecuencia de la acción
humana, para alcanzar sus propósitos pasa primero por la protección de la
naturaleza y de sus mecanismos. Por eso, el ambientalismo puede en algunos
casos parecer o ser duro con el segmento de la población que ocasiona esos
perjuicios. Eso facilitó el crecimiento del socioambientalismo que, en teoría evitaría
eso.
Pero la visión social de los problemas
ambientales no es suficiente para resolverlos. La mencionada
falta de equilibrio entre criterios científicos y económicos de un lado y
sociales, por el otro, con predominio significativo de éstos últimos, hacen eso
muy improbable. El socioambientalismo procura aplicar la idea de que es
posible alcanzar los objetivos ambientalistas, por ejemplo, preservar la
biodiversidad o mantener los servicios ambientales, aplicando soluciones que no
eliminan las causas del problema, pretendiendo que es posible armonizar los
usos perjudiciales, cuyos impactos siempre tiende a minimizar o relativizar,
con la preservación.
Las víctimas principales del activismo socioambiental
son las áreas naturales protegidas, especialmente aquellas que pertenecen a
categorías intangibles, o de uso indirecto, como los parques nacionales. No
solamente ellas son difamadas como antisociales (Chapin,
2004) o instrumentos del imperialismo o del neocolonialismo o, calificándolas de
innecesarias o de islas “sin futuro” cuya fauna y flora está condenada a la
extinción. De facto, las áreas protegidas de preservación permanente han
perdido prioridad en la mayoría de las administraciones que ahora favorecen
abiertamente las categorías de uso directo, en las que reside gente que explota
los recursos, o sea, áreas protegidas que protegen menos, y algunas de ellas
poco o nada1. El socioambientalismo no solamente frena u obstaculiza
la creación de nuevas áreas de uso indirecto, sino que distribuye el
presupuesto en forma discriminatoriamente favorable a las de uso directo. Otra
forma de dificultar el establecimiento de áreas protegidas es el requerimiento
de consulta pública previa. En el Brasil, por ejemplo, esa exigencia no existe
para deforestar miles de hectáreas para hacer ganadería o agricultura legal2.
En ese contexto las áreas protegidas de uso indirecto siempre sufren graves
tropiezos pues, inevitablemente, aparece alguna oposición de pobladores locales
en la proximidad o reclamos oportunistas de derechos supuestos.
Ejemplos muy conocidos de la aplicación del
socioambientalismo son los proyectos de “conservación basada en la comunidad”,
que fueron muy populares en la década de 1990 y en la primera del siglo actual pero
que, revistos y reevaluados han demostrado tener un éxito muy por debajo de las
expectativas (Berkes, 2006). Como era de esperar, a
medida que la población beneficiada crece, que se educa y que suben sus
expectativas de desarrollo familiar o comunal, aumenta asimismo la presión
sobre la parcela de recursos que se supone deben preservar y que dio lugar al
proyecto (Nilsson et al., 2016). Las bien
conocidas “reservas extractivistas” brasileñas se crearon para satisfacer las
demandas de caucheros y castañeros, con la alegación de que los extractores
protegen la naturaleza y que sus actividades extractivas no perjudicaban el
ecosistema. Eso, dicho sea de paso, es una verdad a media, pues ellos cazan y
pescan y la mera sangría y/o cosecha de frutos tiene impactos, pero la realidad
ha demostrado fehacientemente que, en realidad, se trataba simplemente de una lucha
por la tierra y que, apenas pudieron hacerlo legal o ilegalmente, los
extractores –que además se multiplicaron– transformaron parte creciente de las
reservas en explotaciones pecuarias y en extracción maderera (Kröger, 2019). Es decir que la importancia de
esas reservas para proteger la biodiversidad se reduce día a día.
El socioambientalismo tiende a sacrificar los
beneficios de largo plazo por los de corto o muy corto plazo que, obviamente,
son más populares. Una pequeña población campesina o indígena puede vivir en un
parque nacional sin ocasionar impactos significativos por un tiempo, pero eso
se hace insustentable a medida que la población aumenta, que se incorpora a la
sociedad dominante y que exige más y más. Llega inevitablemente el día en que
el parque, sus ecosistemas, biodiversidad y sus servicios ambientales se reducen
o desaparecen. En el Perú eso es lo que enfrentan algunos parques nacionales
como el Huascarán en los Andes o el Manu y el Alto Purús en la Amazonía. En el
Brasil fueron numerosos los intentos del socioambientalismo para abrir los
parques nacionales para poblaciones que nunca residieron en ellas. Y, de
cualquier modo, especialmente en Brasil, pero también en Perú, hay un claro
favorecimiento de las categorías de áreas protegidas de uso directo o de “uso
sostenible” que se expresa en su número y superficie y en los presupuestos que
se les dedica. Como se sabe, el éxito de esas categorías es limitado y, de
hecho, la naturaleza en ellos va cediendo espacio a las especulaciones
económicas, como demostrado con las llamadas reservas extractivistas brasileñas.
El socioambientalismo es muy rápido en aplicar
la “ley del embudo”. Si el infractor es un grupo indígena o campesino, o es
trabajadores informal o ilegal, se acepta toda clase de excusas que, por lo
común, resultan en que no sea castigado y que sus acciones sean toleradas
(MPF-SP., 2018). Se viola el principio de que
la ley es igual para todos y que desconocerla no es argumento para no
cumplirla. El término “informalidad” es en general usado precisamente para
apoyar a quien incumple la ley. La informalidad es un nombre políticamente
correcto para la ilegalidad.
La
naturaleza “natural” no existe y el ser humano la mejora
El socioambientalismo considera que no existe
una naturaleza virgen, idea que ellos llaman “mito de la naturaleza intocada”.
Este fue estampado por investigadores, entre ellos uno que otro biólogo (Gomez-Pompa y Kaus, 1992) pero en especial por
arqueólogos y antropólogos que estudiaron civilizaciones en bosques tropicales
(Denevan, 1970) y aprovechado por
socioambientalistas radicales (Diegues,
1997). Las evidencias del impacto humanos sobre la naturaleza desde la más
remota antigüedad no son discutidas, pero ellas no implican la desaparición de
lo natural, que, además, en muchos lugares del planeta se ha recuperado. Por ejemplo, los descubrimientos arqueológicos
en la Amazonia, que prueban presencia humana y desarrollos culturales antiguos,
confirman parcialmente ese supuesto (Dourojeanni,
2019). No obstante, inclusive si se aceptara plenamente esa teoría, ella no
implicaría que no exista naturaleza muy poco alterada ni que ella –o lo que
queda de ella– no contenga tesoros biológicos y que no merezca ser defendida.
De hecho, la naturaleza muy poco intervenida aun cubre gran parte de América
Latina. Es decir que nada justifica extrapolar ese tipo de especulación para
afirmar que no es necesario proteger o cuidar muestras de esos ecosistemas.
El socioambientalismo cree firmemente que la
presencia humana enriquece los ecosistemas naturales, aportando o
multiplicando, por ejemplo, frutales y otras plantas útiles, inclusive exóticas
o, por ejemplo, construyendo terrazas o andenes y grandes obras hidráulicas.
Pero, “mejorar” la naturaleza depende del punto de vista. En efecto, fomentar
plantas útiles es una mejoría para los humanos que usan esas plantas. Pero eso
perjudica algunas especies y favorece otras y en su versión extrema cambia
radicalmente la biota. O sea, es una alteración ecológicamente indeseable que
reduce la diversidad biológica, perjudica la estabilidad del sistema y
compromete los servicios ambientales (Dourojeanni,
2017). En realidad, las tales mejoras son un paso hacía la antropización del
paisaje, es decir hacía la agricultura. El concepto de la complejidad de los
ecosistemas naturales y de la necesidad de todos sus elementos no existe o no
importa para el socioambientalismo. Además, considera que la naturaleza no es
tan frágil como dice la ciencia y la prejuzga muy resiliente. Por ejemplo. para
el socioambientalismo un bosque secundario o purma vale lo mismo en
términos ecológicos que un bosque natural original, a pesar de las evidencias
lo contrario (Escobar, 2009). La necesidad de
bosques primarios para conservar la biodiversidad está ampliamente demostrada
(Gibson et al., 2010).
La negación o relegamiento de hechos
científicamente probados es rutinaria en el comportamiento socioambientalista,
que no cree mucho en cadenas tróficas, endemismos, especies clave y que no
entiende nada de dinámica poblacional ni de tantos otros términos que catalogan
de cabalísticos y de pretextos científicos manipulados por ambientalistas. Y, como
mencionado, una de las consecuencias más graves de ese hecho es la oposición del
socioambientalismo a crear y hasta a mantener parques nacionales y otras áreas
protegidas de uso indirecto. Pero, las decisiones fundamentadas en
interpretaciones sociales de problemas ecológicos que solo pueden ser resueltos
con base en ciencia y tecnología tiene impactos negativos en otras áreas. Ese
fue el caso del manejo de la vicuña, que fue desarrollado en los años 1960 y
1970 y que fue sustituido en la década de 1980 por una suerte de lamentable
ganadería extensiva, sin futuro, debido a sentimentalismos fuera de lugar. Y
eso resultó en grave perjuicio para las poblaciones locales que hasta la
actualidad tiran un beneficio pifio de un recurso valioso que podría haberlos
sacado de la pobreza (Hofmann et al.,
1983).
Los
indígenas defienden la naturaleza más y mejor que los gobiernos
Son frecuentes las afirmaciones del socioambientalismo
de que los indígenas son los únicos o los que más y mejor cuidan de la
naturaleza. Inclusive hubo quien afirme que ellos gastan más que los gobiernos
en esa tarea (Rogers, 2018). Es verdad que tanto a
nivel de América Latina como a nivel mundial los pueblos originarios aún ocupan
amplios espacios bastante bien conservados, mucho más gracias a su baja
densidad de población y falta de medios, que, a su relación con el entorno, la
que cambia con el desarrollo, la integración y, en especial, con la
oportunidad.
El socioambientalismo cree firmemente que el
conocimiento tradicional es inmenso, de gran utilidad y suficiente para
garantizar la conservación de la biodiversidad. En realidad, no existe ninguna
evidencia de que los indígenas amen y cuiden más la naturaleza que otros
ciudadanos ni que sean, como pueblo, más sabios. Cuando no han destruido la
naturaleza es porque no necesitaron hacerlo. No fue una opción. Cuando en la
Amazonía se desarrollaron culturas importantes hicieron de la naturaleza lo
mismo que cualquier otro pueblo civilizado que hace agricultura y genera
excedentes. Es decir que deforestaron, quemaron y construyeron, por ejemplo,
grandes obras de ingeniería hidráulica, alterando y simplificando radicalmente
el ecosistema original.
En la medida en que los nativos amazónicos han
logrado que sus tierras o parte de ellas les sean reconocidas, han pasado a
defenderlas con bastante eficiencia y, no cabe disminuir su contribución a
frenar la destrucción de esa región. En el Brasil los indígenas poseen un
territorio que es casi del tamaño del Perú y a nivel de toda la Amazonia, ellos
poseen un 28 % del territorio. La población en ese inmenso territorio es
mínima, sumando menos de un millón habitantes en el Brasil de los que muchos
viven en áreas urbanas y, quizá, 400,000 en el Perú. Es evidente, pues, que
ellos no tienen un impacto significativo sobre la naturaleza en sus
territorios. Pero, es igualmente cierto que eso puede cambiar lo que, de hecho,
está ocurriendo rápidamente, siendo evidente la expansión de actividades
agropecuarias, forestales y mineras en sus tierras, bien sea por decisión
propia y/o por presiones externas. La expansión de esas actividades en tierras
indígenas es desproporcionadamente mayor que en las áreas protegidas en la
misma región (ISA, 2018). Por eso, la propuesta de
expandir enormemente la superficie bajo control indígena como solución para la
conservación de la naturaleza no sustituye establecer áreas protegidas como
algunos ahora pretenden (Veit, 2016). Dicho
de otro modo, no existe realmente una garantía de largo plazo que las tierras
indígenas sigan cumpliendo su rol de defensa de la naturaleza al que tanto
aduce el socioambientalismo. Al final, los indígenas son gente como todos los demás
y con las mismas necesidades.
Es decir que los territorios indígenas no
sustituyen a las áreas naturales pues no cumplen la misma función. Apenas las
complementan. La idea de que los indígenas cuidan más o mejor del ambiente que
los estados soberanos que establecen y mantienen áreas protegidas es, asimismo,
simplemente falsa. Peor aún es creer que habiendo tierras indígenas las áreas
protegidas son innecesarias. Sin embargo, el socioambientalismo siempre ha dado
absoluta prioridad a los reclamos indígenas sobre las áreas protegidas,
aduciendo que, alguna vez en el pasado, ellas fueron tierra indígena. Y la
inmensa mayoría de esos reclamos son enteramente fabricados y estimulados por
antropólogos y otros defensores voluntarios de los indígenas y luego conducidos
con apoyo legal de organizaciones no gubernamentales sociales. Así, algunas
áreas protegidas han sido reducidas a su mínima expresión (Pádua, 2005) o han sido sometidas a “doble
afectación”, es decir sobreponiendo reconocimiento de tierras indígenas a áreas
protegidas preexistentes (Salada Verde,
2010) y creando un simulacro de gestión compartida, lo que en la práctica
significa el fin de la función protectora del lugar.
La participación indígena en la tarea de
conservar algo de la naturaleza es muy importante y debe ser cultivada y
expandida. Pero no puede fundamentarse sobre conceptos errados ni
antagonizándola a otras opciones de conservación.
El
socioambientalismo está muy influenciado por la política de izquierda
Como anticipado, una de las letanías del
socioambientalismo es que lo que se hace en el campo ambiental, especialmente
las áreas naturales protegidas, es elitista, influenciado directamente por el
imperialismo cultural americano o, inclusive, que es puro colonialismo y que esas
áreas siempre se instalan contra los intereses de la población local que es expectorada
brutalmente del lugar (Dowie, 2005), lo
que en el caso de América Latina es esencialmente falso3. Además. el
socioambientalismo olvida convenientemente que
muchas grandes culturas de la humanidad las establecieron siglos y hasta
milenios antes y que las mismas culturas indígenas amazónicas, que ellos tanto
veneran, también las tuvieron bajo el criterio de bosques sagrados o tabúes
(Miller, 1980).
No es coincidencia que Francisco “Chico”
Mendes, que era un líder sindical rural, sea el héroe máximo del
socioambientalismo brasileño (Andrade de
Paulo, 2013) y suramericano. Su lucha, ciertamente justa, fue por conquistar el
derecho de los extractores a la explotación del caucho sin la participación de
“patrones”. En el proceso, fue instruido por terceros a usar la táctica de
autoproclamarse ambientalista, basándose en que ellos extraen ese producto “sin
perjudicar” la floresta, apenas sangrando los árboles. O sea, usó el argumento
del desarrollo sostenible. Y funcionó bien. Pero es evidente que Chico Mendes
no era ambientalista. Las reservas extractivistas, producto de esa lucha, han
sido reiteradamente calificadas como una reforma agraria disimulada (Petrina, 1993). Tampoco era ambientalista otra
grande mártir socioambiental del Brasil, la hermana norteamericana Dorothy Stang,
que no defendía el bosque sino a los agricultores sin tierra que, precisamente,
invadían o reclamaban el bosque (Dourojeanni,
2007). Marina Silva, compañera de lucha de Chico Mendes, fue senadora y
ministra de ambiente por el Partido de los Trabajadores, también es un icono
del socioambientalismo. No obstante, en el Brasil existen otros grandes defensores
del ambiente, con obras concretas tan grandes cuanto importantes, como Paulo
Nogueira Neto, que es el principal gestor de la legislación y administración
ambiental del Brasil, que no son reconocidos. Pero él, como tantos otros y
otras, no era izquierdista.
Para el socioambientalismo los usos
“capitalistas” o “neoliberales” de los recursos naturales son siempre negativos
mientras que los mismos usos, resultantes en deforestación, erosión de suelos,
quemas e incendios forestales, perdida de diversidad biológica u cualquier otro
impacto, son tolerables y hasta deseables, si son practicados por los pueblos
originales, los campesinos tradicionales o diferentes niveles de pobres
rurales, apoyados por alguna iglesia o por partidos políticos de izquierda. Es
así como en el Perú y cada vez más también en el Brasil, donde la mayor parte
de la deforestación es ocasionada por migrantes rurales pobres, todas las
baterías socioambientales están enfocadas en la palma aceitera y en otros
cultivos de mayor escala e intensidad, aunque su impacto en el caso peruano sea
todavía muy limitado. En el Brasil se llegó al extremo inaudito de declarar el
cultivo de roza y quema como patrimonio cultural nacional si es practicado por quilombolas,
es decir, por comunidades rurales afroamericanas (Pádua, 2018). Del mismo modo el
socioambientalismo es enemigo declarado de la caza con fines deportivos o
comerciales, a las que consideran actividades depredadoras y crueles, pero sostiene
que la caza por parte de las poblaciones tradicionales es una bendición para la
presa. También cree que estas poblaciones nunca cazan hasta agotar las presas y
que solo lo hacen para su propio consumo. No quieren saber que está bien
demostrado que los indígenas, como cualquier otro grupo humano, pueden cazar en
exceso. En resumen, asumir que la destrucción del ecosistema y de la biota es
“diferente” en función de quién la realiza es una característica muy propia del
socioambientalismo.
Parte del socioambientalismo usa y abusa de tácticas
de la izquierda, fabricando una imagen distorsionada de los ambientalistas, a
los que siempre describe como conservadores o derechistas, blancos y/o ricos,
defensores de animales espectaculares como jaguares o pandas, sin ninguna
preocupación o consideración social4. Cuando se dan consultas
públicas sobre temas ambientales la participación popular es siempre
cuidadosamente arreglada y, si pierden en el debate, denuncian el resultado
usando cualquier pretexto, por estrambótico que sea5. Son rápidos en
apelar a mecanismos judiciales para contestar resultados desfavorables de las
tales consultas públicas que, dicho sea de paso, también son fruto del
socioambientalismo.
Es interesante anotar que el
socioambientalismo, aunque los que lo practican prefieren ignorarlo, comenzó a
definirse precisamente en EE. UU., inclusive en el mismo seno del World
Wildlife Fund5 y, también, en la Unión Internacional para la
Conservación de la Naturaleza (UICN)7. No es ideología comunista ni
socialista, pero los que lo adoptan, así como sus acciones, se insertan en
general en esa parte de la humanidad que, aunque sea burguesa, tiene respuestas
o actitudes políticas que pueden considerarse de izquierda. Sin embargo, muchas
veces, al hacerlo, defienden asuntos que interesan a los más ricos. Por
ejemplo, gran parte de los socioambientalistas son ardientes defensores de los
derechos animales y de los animales de estimación (Dourojeanni, 2015) o son vegetarianos y hasta
veganos, comportamientos que son típicamente de gente adinerada. Los izquierdistas
siempre reclaman el monopolio de las virtudes. Aunque no hay nada equivocado o
malo con eso, ellos se alinean casi automáticamente con los intereses de corto
plazo de indígenas, afroamericanos y comunidades rurales. En el caso brasileño,
gran parte del socioambientalismo actuante en el sector público y en
organizaciones no gubernamentales está estrechamente asociado al Partido de los
Trabajadores, al Partido Comunista y a otros partidos manifiestamente
izquierdistas.
Pero
el socioambientalismo no es exclusividad de la izquierda
Como sugerido en el párrafo anterior, el socioambientalismo
no es una concepción ni acción exclusiva del izquierdismo. Del mismo modo que
no todo izquierdista practica socioambientalismo, la derecha y sus instituciones,
pueden tener manifestaciones que se alinean con esa tendencia. Muchos de los
que creen en la propaganda sobre las virtudes ambientalistas de los indígenas
amazónicos, especialmente en Europa, incluyendo sus máximas autoridades
políticas, practican o se funden perfectamente con el socioambientalismo
radical (Dominguez, 2019). A ello contribuye la
ignorancia de la realidad, como ocurrió con el asunto de los “incendios
amazónicos” (Nepstad, 2019).
Tampoco existe una línea definida entre
ambientalismo y socioambientalismo. No es fácil definir personas que tienen una
posición u otra ya que ante problemas específicos la actitud puede variar
drásticamente, pasando de respuestas socioambientales a ambientales y
viceversa. Y, aunque una mayoría de profesionales de las áreas sociales
dedicados a temas ambientales suele, obviamente, alinearse con el
socioambientalismo eso está lejos de ser una regla. Lo contrario también es
verdad y no son pocos los profesionales de las ciencias naturales practican
socioambientalismo. Es evidente que la comprensión del problema ambiental per
se es limitada en los profesionales de las ciencias sociales pues, de
hecho, eso no les corresponde ni es responsabilidad de ellos. Lamentablemente
eso ocurre cada vez con más frecuencia. En efecto, pocas horas de clase sobre
problemas ambientales transforma abogados y sociólogos en “expertos” en temas
ambientales y, los induce a errores al momento de tomar decisiones. Igualmente,
es obvio que los problemas sociales derivados de aplicar medidas ambientales
requieren de la intervención de especialistas del área social y del derecho.
Pero ninguno de los tipos de expertos debería entrometerse en el campo del otro
y, menos aún, tomar decisiones que no corresponden a su ramo. En América Latina
muchas de las respuestas que requieren los problemas ambientales son
relativizadas y hasta inviabilizadas para aliviar sus impactos sociales
locales, no permitiendo alcanzar el objetivo y perjudicando a la mayoría.
Una tendencia del socioambientalismo que es
independiente de la posición política es ser ambientalmente “más papistas que
el papa” aplicando medidas draconianas que son impracticables o, peor,
innecesarias. Eso es, en general, fruto de la falta de conocimientos y del
propósito de “satisfacer a las tribunas”. El desconocimiento de la realidad
hace que especialmente el ministerio público sea, en muchos casos, absurdamente
inflexible. El autor ha vivido casos en que pequeños trechos de duplicaciones urgentísimas
de carreteras sean impedidas durante años por la presencia de un solo nido de
guacamayos en el eje vial o, porque los promotores de justicia no conseguían
entender la diferencia entre un bosque natural y una plantación mixta de
exóticas. En otra ocasión fue reiteradamente impedida la construcción de un
pequeño puente porque la obra ocasionaba sedimentos que molestaban a algún
vecino río abajo. En esa misma línea se incluyen también las prohibiciones de
derrumbar árboles urbanos peligrosos (Dourojeanni,
2012) o de practicar toda forma de caza deportiva o comercial y hasta sanitaria
(Pedrosa y Wallau, 2019), los excesos
reglamentarios como los aplicados contra la biopiratería o para la
investigación científica (Homma, 2008)
y, entre tantas más, las exigencias innecesarias de estudios de impacto
ambiental, por ejemplo, para explotaciones forestales sometidas a planos de
manejo. Son numerosas las obras estrictamente urbanas paralizadas por sus
supuestos impactos ambientales sobre la flora y la fauna en lugares donde ya no
existe absolutamente nada para preservar (Dourojeanni,
2017).
En la misma línea se insertan otras ideas
fijas del socioambientalismo como que eucaliptos, pinos, palma aceitera o
cualquier monocultivo son perjudiciales o, también incluir los problemas de
crueldad con los animales o el trato de animales domésticos como si fueran asuntos
de conservación de la fauna. Actualmente se presta mucha más atención al
maltrato de animales domésticos que a la extinción de especies silvestres. El
caso de la aversión al eucalipto, especialmente en el Brasil, se debe a que es una
especie exótica cultivada por grandes empresas, justificando por eso la invasión
y destrucción de plantaciones y experimentos por el Movimiento de los sin
Tierra, olvidando que el mismo daño hace una plantación de caña de azúcar, café,
banana o soya, entre otras especies, que, además, también son exóticas. Y, en
el Brasil como en el Perú, se argumenta injustificadamente que el eucalipto
esteriliza los suelos y reduce la biodiversidad, lo que sucede solamente si se
le planta donde no es adecuado. La lista de equívocos de ese tipo incluye
asimismo la creencia de que el consumo de alimentos genéticamente modificados perjudica
la salud o, que el planeta se beneficiaría eliminando toda forma de ganadería. Pero,
ese listado es interminable y es sólo equiparado por la cantidad asimismo
enorme de medidas ambientales realmente indispensables que nunca o raramente
son asumidas por el socioambientalismo.
El
socioambientalismo en el poder
Es obvio que cuando el gobierno es conquistado
por partidos políticos de izquierda la ideología socioambiental domina la
gestión pública y la selección de los nuevos funcionarios de cualquier nivel.
Así fue, en el Brasil, durante los largos años en que el Partido de los
Trabajadores estuvo en el poder. Sin embargo, la administración ambiental ya
estaba en manos del socioambientalismo antes de que ese partido político liderara
y, en la actualidad, en que la derecha extrema ha sustituido a la izquierda,
ese dominio continúa incólume. Eso se debe en buena parte a la presencia ya
consolidada del pensamiento socioambiental en la burocracia de las últimas décadas,
pero, muy particularmente, es consecuencia de su penetración en las ciencias
sociales y en la academia, que alimenta las filas de la administración pública.
En la actualidad gran parte de los
funcionarios profesionales del sector ambiental, en el Brasil o en el Perú, no
son del área ambiental. Son profesionales de las ciencias sociales,
especialmente abogados. Y estos ocupan, en general, los cargos más altos de la
burocracia. En el Perú los abogados han dominado el ministerio del ambiente,
así como el servicio de áreas protegidas por más de una década y son
abrumadoramente numerosos en el sector agrario, en el cual inclusive han
dirigido el servicio forestal. Ellos dominan las dos o tres organizaciones no
gubernamentales ambientales actualmente más importantes del país que, por
cierto, extrapolan sus actuaciones a todos y cualquier tema ambiental, en
especial al forestal. En el Brasil el actual ministro del ambiente del gobierno
más derechista de la historia de ese país también es abogado y las organizaciones
no gubernamentales socioambientales son dominantes. Y lo mismo ocurre en mayor
o menor proporción en las administraciones ambientales de los estados. En ese
país existen cuerpos del Estado que son fundamentales para la cuestión
ambiental, como el Ministerio Público, que están incondicionalmente vendidos al
criterio de que las áreas naturales protegidas de preservación permanente perjudican
a los pueblos tradicionales. Ellos desconocen los principios más elementales de
la ecología y son reacios a cualquier argumento científico, bien sea por no
comprenderlo o simplemente por principio. Este cuerpo de funcionarios no se
siente responsable por los intereses de la mayoría, sino que exclusivamente
defiende burdamente los derechos reales o supuestos de las minorías, sin buscar
alternativas que eviten injusticas pero que conserven la naturaleza.
Los abogados son los más numerosos entre los profesionales
de América Latina. Superan por varios múltiplos el conjunto de profesionales que
trabajan en recursos naturales y ciencias ambientales. Los egresados del
derecho no siempre consiguen trabajo en las funciones que socialmente les
corresponden y por eso desbordan sobre diversas otras áreas. La problemática
ambiental los ha atraído mucho y por eso son crecientemente abundantes los profesionales
del derecho que, como dicho, mediando algunos superficiales cursos
complementarios, asumen la opción de “abogado ambiental” o similares y pasan a
competir directamente con los profesionales del ramo, a los que desplazan
fácilmente. Los abogados dominan la política y, por eso, ellos tienen enorme
peso en la preparación de la legislación, siendo la complejidad de ésta una
marca de su influencia que, exige a su turno, más abogados para aplicarla,
aunque, en realidad, frecuentemente aplicarla o no sea irrelevante para la realidad
ambiental Dourojeanni, 2019).
La
ciencia socioambiental
La influencia socioambiental se ha expandido a
la misma ciencia, siendo notoria la aparición de una suerte de “ciencia
socioambiental”, cuyo objetivo es buscar justificaciones que alimentan el
socioambientalismo, denigrando técnica y prácticas ambientalistas. Para eso,
sustituye el método científico por técnicas de investigación social, usando y
abusando de encuestas, cuestionarios y entrevistas, inclusive
“semiestructuradas”, cuyos resultados prácticamente siempre “demuestran” el
supuesto. Eso comenzó a mediados de la década de 1980 cuando sociólogos sin
escrúpulos, aplicando una encuesta tendenciosa, acuñaron el término “parques de
papel” del que se abusa hasta el presente (Machlis
y Tichnell, 1992). Ellos simplemente preguntaron “qué problemas aquejan al
parque” y, claro, no existe ni existirá parque, ni propiedad rural en el mundo,
que no los tenga. Otros, publicaron un artículo condenando la “acumulación verde”
perpetrada para establecer áreas naturales protegidas y achacándole ser una
nueva modalidad de robo de la tierra, llamándola de réplica neoliberal del
colonialismo (Fairhead et al., 2012). En la
misma línea, han sido frecuentes las generalizaciones hechas a partir de
experiencia locales africanas sobre los “refugiados de la conservación” y sobre
la reacción del ambientalismo a las matanzas de animales por nativos inclusive
dentro de áreas protegidas africanas, todas claramente favorables a la
liberación de la ocupación de las áreas y a la libertada de exterminio de la
fauna (Dowie, 2005). Otro ejemplo de esa
“nueva ciencia” ha sido la acusación recientemente hecha al Perú de ser uno de
los países que más PADDD realizó en América del Sur, usando interpretaciones
legales completamente irreales.
Aún más tendenciosos, pues ni disimulan sus
textos y conclusiones con un barniz científico, son los informes que emiten
algunos órganos de las NNUU, como la Oficina del Alto Comisionado para los
Derechos Humanos (ACNUDH), en especial los de la Relatoría Especial sobre los
derechos de los pueblos indígena, estos últimos frecuentemente asociados a la organización
Survival International. En ellos se lee una letanía de críticas rayanas
en la difamación sobre las acciones de conservación de la naturaleza, en especial
a las áreas protegidas. Es como si ese ramo de las NNUU, que en general lidera
la lucha por un ambiente mejor, hubiese declarado la guerra al ambiente.
A priori parece no haber relación entre una
organización establecida para defender los derechos de los trabajadores y, por
el otro lado, la conservación del patrimonio natural de las naciones. Pero la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), que pertenece a las NNUU, penetró
de lleno en el tema ambiental cuando elaboró el Convenio 169 sobre pueblos
indígenas y tribales en países independientes, que ha sido ratificado por 14
países de América Latina y el Caribe. Este convenio, que protege irrestrictamente
los derechos reales o supuestos de tales pueblos, se ha sumado a la batería de
argumentos que el socioambientalismo usa para permitir el uso de los recursos
naturales en tierras de áreas protegidas. La aplicación de ese dispositivo justifica
la eliminación, reducción de tamaño o cambio de categoría de las áreas
protegidas, especialmente aquellas que son de preservación permanente, en el
caso que exista o que se invente una disputa por esos espacios entre el Estado
y los pueblos indígenas y tradicionales, que además están descritos de modo muy
laxo (Dourojeanni, 2015). Los argumentos son
variados, pero básicamente son de dos tipos. La más utilizada y exhaustiva es
que estas áreas protegidas son parte de los territorios que ancestralmente pertenecen
a los pueblos incluidos en la Convención, incluso si no la ocuparon cuando el
área estaba reservada, y la segunda es que dichos pueblos no fueron debidamente
consultados.
Pero ser ambientalista no implica ser de
derecha ni de izquierda. El ambientalismo serio no debería actúa en función de
su posición política. Su lucha es por el ambiente. El dilema es otro, como
dicho, el ambientalismo considera que para ayudar a la humanidad debe resolver
los problemas ambientales que ocasionan los males que la aquejan y que eso, en
general, es urgente y prioritario. El socioambientalismo no niega la necesidad
de resolver los problemas ambientales, pero antepone a ellos la atención a las
necesidades humanas locales y asume que ambos temas pueden ser siempre atendidos
simultáneamente, especialmente aplicando el tal de desarrollo sostenible. Es
evidentemente ideal lograr una solución en que tanto el ambiente como la
sociedad local salgan ganando, es decir la famosa win win situation,
pero eso es raramente posible. En el corto plazo pueden ganar los directamente
beneficiados pero la sociedad, en su mayoría pierde. En el caso de las áreas
protegidas el dilema es que existan y que cumplan su función o, en cambio,
resignarse a perder los paisajes y parte de la diversidad biológica. No hay
medio término.
Se cierra el circuito
Lo que es fascinante en el socioambientalismo
actual es su extraordinaria coincidencia con el antropocentrismo preconizado
por los sectores más reaccionarios de la sociedad moderna. La idea de que no
existe naturaleza virgen y que esta es muy resiliente justificando no cuidarla
especialmente, que es clave del socioambientalismo, también es el caballo de
batalla del antropocentrismo y del tecno-optimismo, del que Peter Kareiva, que
fue el científico jefe de The Nature Conservancy, es abanderado Kareiva et al., 2012). Este, además, no
cree que la extinción de especies sea un riesgo para la humanidad. Su
institución ha sido por décadas la entidad campeona en cuanto a establecimiento
de áreas protegidas, a las que él, como los socioambientalistas, también califica
como “islas sin futuro” (Dourojeanni, ¿?). Otro científico, Steward Brand (Brand, 2015),
tampoco ve problemas con la extinción y celebra las amenazas de extinción
global porque según él eso estimula la evolución. Estos argumentos se reúnen
con inúmeras propuestas de empresarios y filósofos de la ultraderecha que
llevan décadas insistiendo en que crear áreas protegidas, peor las que son
extensas, es simplemente congelar el desarrollo (Hampton,
1981). Es, en gran medida, la filosofía que ahora aplican mandatarios como
Donald Trump en EE. UU. y Jair Bolsonaro en el Brasil. Y los partidarios de
Bolsonaro no demoraron en hacer eco al socioambientalismo cuando se trata de decir
que las áreas protegidas no deben tener prioridad (Miranda, 2019).
Al igual que el socioambientalismo, los
impulsores del Antropoceno creen que la expansión de las oportunidades
económicas es la única forma de sacar de la pobreza los pueblos olvidados o
relegados. Por eso se oponen a las áreas protegidas de uso indirecto y por eso
concentran sus esfuerzos en promover el desarrollo económico en áreas
antropizadas. Muchas veces usan exactamente la misma dialéctica que el
socioambientalismo para atacar las áreas protegidas, como ha sido (Fenker, 2013) y sigue siendo el caso en el
Brasil. Esta es una feliz coincidencia para la industria global y los desarrollistas,
porque ahora tienen voces progresistas liberales que lideran el camino por una
mayor domesticación de la naturaleza. Y estas propuestas, tal como las del
socioambientalismo, parecen descartar cualquier necesidad de limitar el
crecimiento de la población humana, a los que los desarrollistas suman el
consumo y mayor manipulación de la naturaleza, es decir crecer y producir más
para ganar más (Wuerthner, 2015). Parece ser lo opuesto a la idea del
desarrollo sostenible, pero dado el carácter utópico de este concepto, que no prevé
limitar el crecimiento de la población, es en realidad exactamente igual.
Como visto, la mayor diferencia entre el socioambientalismo
y el ambientalismo es, precisamente, su énfasis social exacerbado, es decir su
antropocentrismo. Para ellos la naturaleza debe servir al hombre y este tiene
los medios para no necesitar de esta. Como los antropocentristas, los
socioambientalistas creen que la naturaleza debe ser transformada en un jardín
domesticado al servicio del hombre. Y para eso cuentan con la ciencia y la
tecnología de punta. Lo que ocurre es que esa idea no pasa de eso. A lo largo
de la historia y hasta el presente viene ocurriendo lo contrario, es decir que
todo maltrato a la naturaleza se transforma en más y nuevos problemas para la
humanidad y que existe un equilibrio que debe ser cuidado. De hecho, la mayoría
de los científicos creen que se está en el preámbulo de una secta extinción en
masa, con gravísimas consecuencias para la sobrevivencia.
Y si el socioambientalismo parece ser apenas
antropocentrismo, quizá con matices socialistas, ambos se parecen
extraordinariamente al “mito de la naturaleza inagotable” de más de un siglo
atrás. Así se cierra el circuito pasando de un extremo al otro sin haberse
detenido en el justo medio, en el punto de equilibrio. Y, como siempre, los
extremos se parecen muchísimo.
Notas:
(1) Muchas
de esas categorías, especialmente en el Brasil, no se diferencian legalmente de
cualquier otro lugar en el que se cumple la legislación ambiental. Tal es el
caso de las “áreas de protección ambiental” y, asimismo, de las llamadas
reservas de biosfera. Pero, en ellas, la legislación ambiental tampoco es
cumplida.
(2) Sin
mencionar la deforestación ilegal por “grilheiros”, que son los ejecutores del
robo masivo de tierras públicas y deforestación de las mismas para beneficio de agricultores adinerados en procura
de expandir sus poses, que nunca fueron realmente combatidos.
(3) Claro
es que existen muchas historias “documentadas” de forma parcializada. Pero,
analizadas con cuidado, salvo contadísimas excepciones, son apenas una opinión
que no condice con la realidad. En el tema de las superposiciones debe
recordarse que muchas áreas protegidas fueron establecidas cuando o existía la
información actualmente disponible. Además, los pueblos indígenas se mueven.
(4) Por
ejemplo, para promover un “nuevo” enfoque estratégico para la conservación de
la biodiversidad en América Latina, la Unión Europea (https://ec.europa.eu/europeaid/sites/devco/files/brochure-jaguars-summary-20191014_es.pdf)
lanza el programa “Más allá de los Jaguares”, como si cuidar de bichos bonitos
fuera el enfoque actual de la conservación en la región.
(5) Es
evidente que puede alegarse que la derecha también usa algunas de esas
tácticas.
(6) Michael
Wright, uno de los directores del WWF-US en las décadas de 1980 y 1990 fue uno
de los precursores del socioambientalismo americano y mundial.
(7) Jeff
McNeely, secretario de la WCPA y luego, durante décadas Director Científico de
la UICN, fue un activo promotor del socioambientalismo como lo atestiguan
inúmeras publicaciones.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS